En medio de una de las crisis migratorias más complejas de nuestra historia reciente, el presidente Luis Abinader ha sido contundente: “Ya hemos cargado con demasiado en todos los aspectos. La comunidad internacional es (la) que tiene que responder ante la situación del vecino país”. Esta afirmación, que ha resonado dentro y fuera del país, sintetiza la realidad que vive República Dominicana frente al creciente flujo de inmigración irregular proveniente de Haití.
Esta no es una declaración de rechazo ni una política basada en discriminación. Es, más bien, el reflejo de un límite superado. República Dominicana ha dado muestras claras de solidaridad y cooperación, pero hoy enfrenta una presión que amenaza con desbordar su capacidad institucional, económica y social.
El impacto es tangible. Los hospitales públicos se encuentran sobrecargados; el sistema educativo debe hacer espacio para una población creciente sin planificación; y el mercado laboral informal, ya frágil, se ve tensionado por la competencia desregulada. La situación no es sostenible, ni para el país ni para los propios migrantes que entran sin garantías ni derechos.
Frente a este panorama, el gobierno ha adoptado una postura firme: reforzamiento del control fronterizo, aplicación sistemática de las leyes migratorias y un reclamo sostenido ante la comunidad internacional. Porque esta crisis —originada por el colapso institucional haitiano— no puede ni debe ser responsabilidad exclusiva de la República Dominicana.
Sin embargo, el deber de proteger nuestras fronteras y ordenar el flujo migratorio no puede llevarnos a perder el sentido de humanidad. Las deportaciones deben realizarse con respeto a la dignidad humana. Las políticas migratorias deben distinguir entre el control legítimo y la criminalización del migrante. Y el discurso nacional debe evitar caer en narrativas de odio que solo alimentan la división.
La firmeza y la compasión no son excluyentes. Es posible, y necesario, encontrar un equilibrio que permita a República Dominicana defender su soberanía y al mismo tiempo actuar con el respeto que merece toda vida humana.
El presidente Abinader ha fijado una postura clara y valiente. Ahora, corresponde a los organismos internacionales asumir su parte. Porque esta no es solo una crisis dominicana. Es una crisis regional, y su solución debe ser compartida. República Dominicana ya ha hecho demasiado. Es hora de que el mundo actúe.