Desde que me convertí en madre —primero de un niño que hoy tiene 4 años y luego de una niña que tiene 2— descubrí que la maternidad es uno de los caminos más retadores, hermosos y también más juzgados que podemos transitar. No importa lo que hagas: siempre habrá una opinión. Si lactas o no, si haces colecho o no, si das pantallas o no. Todo parece estar bajo una lupa.
Hoy quiero hablar, sin pretensiones de tener la razón, sobre las pantallas y los niños. Un tema que genera debate y culpa en partes iguales.
Aclaro algo desde el inicio: estoy convencida de que los menores de un año no deberían tener exposición a pantallas. Pero después de esa etapa, las cosas se vuelven más grises, más complejas… más reales.
Trabajo, soy esposa, gestiono todo lo que tiene que ver con el orden de la casa y, por encima de todo, amo profundamente a mis hijos. Y como muchas madres, hay días en los que una caricatura en la tablet me da el espacio para cocinar, trabajar, o simplemente respirar. No se trata de usar las pantallas como una niñera permanente, pero tampoco de vivir con la culpa de cada minuto frente a una. Es un tema de equilibrio, de contexto, de intención.
El problema no son las pantallas. Es cuando se convierten en sustituto de presencia, de atención, de diálogo. Pero también es un problema cuando nosotras, las madres, nos convertimos en blanco de críticas constantes por decisiones que tomamos con el corazón, con el cansancio, con el amor y con lo que podemos en ese momento.
La maternidad —como la vida misma— no es blanco o negro. Tiene miles de colores. Y en esa paleta entra la ternura, el error, la paciencia, el cansancio, la culpa… y sí, también los muñequitos en el celular.
Ojalá podamos hablar más entre nosotras. Sin juicio. Con empatía. Porque al final, criar no es una competencia, es una construcción diaria, llena de matices. Y tal vez, si dejáramos de mirar lo que hacen otras y empezáramos a escuchar más, podríamos acompañarnos mejor en este viaje que, aunque es compartido, a veces se siente muy solitario.