Tragedias vemos…
De incidentes sabemos…
¿Vivo o muerto? La incertidumbre se apodera de los corazones como un viento helado que paraliza el alma.
Ansiedad. Miedo. Dolor.
Son las primeras sombras que abrazan al que espera, al que llora sin consuelo, al que escucha sin querer oír.
Tragedias vemos…
Llantos escuchamos…
Y la desesperación se convierte en la sombra del espectador, en la eterna compañía de quien aguarda una noticia que le cambie el mundo, para bien o para siempre.
Pero, ¿qué ven los ojos del rescate?
¿Qué sienten los cuerpos que se adentran en el humo, el barro o los escombros?
¿Qué late en el pecho de quienes deciden, aún sin certezas, aferrarse a la esperanza de los demás como si fuera propia?

Los ojos de los rescatistas no ven como el resto.
Ellos buscan señales de vida donde otros ya ven la muerte.
Sus pupilas no se detienen ante el caos, no se nublan con el llanto: se afinan, se entrenan, se endurecen… para no rendirse jamás.
Son ojos que, aun en la noche más cerrada, conservan una chispa de fe.
Sus corazones laten a mil por hora, pero no por miedo:
laten por la urgencia de sostener la esperanza ajena, por la responsabilidad sagrada de no dejar caer la última cuerda que conecta a un ser humano con la vida.
Sus cuerpos…
Se niegan al cansancio.
Se rebelan contra el dolor.
Se levantan una y otra vez, impulsados por un llamado que no nace del deber, sino del alma.

En sus miradas habita la ilusión.
El deseo de que, al remover la última piedra, aún haya un suspiro esperando ser rescatado.
En sus manos, la promesa de no abandonar.
En su silencio, un grito de humanidad que retumba más fuerte que cualquier sirena.
La entrega de los organismos de socorro es algo que no puede medirse.
No tiene precio.
No conoce horario ni recompensa.
Es una vocación sin definición exacta, porque no nace en la razón: nace en el espíritu.

Yo no puedo negar la angustia que sentí ante la tragedia del Jet Set.
Cada imagen, cada video, me provocaba el deseo urgente de correr, de ayudar, de sumarme a esa fuerza silenciosa que da consuelo sin palabras.
Es que quienes hemos estado cerca de este mundo, sabemos que la vocación de servicio no aparece en los diccionarios.
Es un fuego sagrado.
Es una fibra que tiembla cuando otros tiemblan.
Es una piel que se eriza con el dolor ajeno.
Es un corazón que aprende a latir por otros.
Porque lo que ve y siente un rescatista no se puede explicar sin que se le arrugue el alma.

Este texto no es solo un homenaje.
Es una reverencia.
Es un abrazo escrito a esos héroes sin capa, sin aplausos, sin cámaras…
que salvan más que cuerpos: salvan dignidades, salvan esperanzas, salvan familias, salvan la fe en la humanidad.
A ustedes, rescatistas, gracias.
Gracias por mirar donde nadie quiere mirar.
Por entrar donde todos huyen.
Por devolvernos, aun en medio del dolor, la certeza de que la solidaridad existe.
Y que el amor por la vida —aunque sea la de un desconocido— sigue siendo lo más valioso que tenemos.